viernes, 16 de enero de 2009
Carta
(Lo que sigue es el principio de la novela, donde bajo la forma de una carta dirigida a sus nietos, la protagonista los introduce en la historia.)
Buenos Aires, verano del 2000.
Queridos nietos:
Esta mañana hubo en la casa una gran tormenta que duró poco. Tormenta de verano, dicen. En el fondo, algunas maderas estaban apenas sujetas por sogas y empezaron a caerse. Entonces escuché el ruido de un avión, lejos, y también se me apareció una rata.
La rata llegaba del abismo.
Nunca hasta ahora les hablé de ciertas cosas de la vida pasada. Cosas que pasaron antes de que naciera Jorge, que ya les debe parecer un viejo y para mí es como si todavía lo estuviera viendo de chico. A él ya le conté, él sabe. Pero ahora quiero contarle a ustedes.
Después que terminó la guerra, el abuelo Max y yo nos fuimos de Europa para siempre. No guardábamos nada. Íbamos, con la vida. Llegamos a Argentina desde el Paraguay sin visa. Cruzamos el río Pilcomayo en el bote de un contrabandista, de noche, tomamos el tren, ya estábamos acostumbrados a los viajes largos pero de repente veo esta ciudad y me quería morir. Aquí no existíamos. Entrábamos a casas de gente ajena. Todo era extraño.
Al principio no sabía el idioma, pero con el tiempo mi latín se volvió castellano, y así lo hablo.
Cuando fuimos a hacer los papeles dijeron que mi nombre, Gisela, aquí no existe, y no me lo pueden poner. Teníamos que pensar un nombre para mí como si fuera un recién nacido. Yo había pensado ya nombres para nuestra hija que nunca nació. Después de algunos años creí que lo había olvidado, pero no olvidé. Qué nombre, pensábamos con Max. Uno parecido. Era ridículo. Estaba enojada. Estos nombres inútiles, sin persona, estas personas sin nombre. Gisela, Eugenia, Gleis, Fischer, Miller, Saginur. Cada nombre que sobra es un error, un error de las leyes, ignorancia del mundo. Pero el abuelo tenía la palabra de calma para mí, y me tranquilizaba, y yo pensaba, lo único que necesito es quedarme cerca de él.
Yo era muy romántica. Mientras estemos juntos, pensaba, qué importa cómo me conozcan los demás. Max sabrá siempre quién soy.
Entonces me llamé Eugenia. Todavía no me acostumbro a este nombre, y después de cincuenta años, si me llaman así por la calle no me doy vuelta, porque es como si fuera otra persona.
Ya no éramos chicos, ya no éramos jóvenes, y el mundo no nos conocía. Estábamos a miles de kilómetros de nuestra ciudad. Muy lejos de aquella guerra, del gueto, del sótano donde vivimos encerrados. Era el sótano de la casa de Staszek, un amigo del abuelo que nos escondió hasta que la guerra termine. Estuvimos allí dieciocho meses. Al final éramos más de treinta personas. Porque nos mataban, y entonces nos refugiamos. Cuando salimos, muy poca gente volvió a verse. Cada uno se fue por su lado. Dos semanas después nació Akeda, el hijo de mi hermano Alter. Ni él ni Jorge llevan el nombre de los abuelos, como se acostumbra. Fue una idea nuestra para demostrar que no aceptamos la forma como ellos murieron.
Habíamos perdido la familia, la casa, íbamos de lugar en lugar.
En Cracovia encontramos de nuevo a Mundek. Él y Max se apreciaban mucho. Después del sótano Mundek abrió una clínica dental en una vieja fábrica de aceite. Yo era su asistente y Max el mecánico. Pero no aguantó, se fue con el Ejército Rojo y marchó al frente en un batallón de castigo. Buscaba que lo maten, como a su mujer y a su hija, pero no murió.
Desde que entró al sótano estuvimos cerca de Mundek. No por compasión, al principio no conocíamos qué le pasó. Allí todos teníamos el mismo dolor encima. Pero algo suyo me hacía pensar en mi papá. Algo familiar, que yo había perdido y volvía a encontrar ahí abajo gracias a él. Sucio, muerto de hambre, herido, venía a traerme algo precioso, un gesto rescatado de la muerte. Se sentaba muy derecho contra la pared y nos miraba, y eso nos ayudaba también.
Les voy a decir algo muy íntimo. Max y yo lo convencimos y Mundek, un día, llegó a Buenos Aires, donde ya tenía una hermana, pero se quedó viviendo siempre aquí, en esta casa, con nosotros, y para Jorge fue como el abuelo que hubiera tenido. Entonces se llamaba Marcos. Pero no lo hicimos venir como agradecimiento por haberme salvado la vida. Era al revés, yo creo que otro no me hubiera podido salvar. A veces, muchas veces, digo por qué me salvé. Creo que en ese momento, tan débil, con la fiebre y el dolor que sentía, mi cuerpo se dejó convencer y se dejó arrastrar por el hilo humano que tiraba Mundek y que me llevaba a vivir de vuelta como antes de la guerra, a vivir como vivía mi mamá.
También mi ciudad cambió de nombre y de país. Antes era parte de Austria y después de Polonia, y se llamaba Stanislawow. Ahora está en Ucrania y se llama Ivanofrankowski. Me acuerdo de la escuela, del campo, del molino de mi papá, que fue el primero que tuvo luz eléctrica. El basurero pasaba en carro una vez por semana. Colgábamos la ropa en la buhardilla. Terrazas no había, los techos no eran como los de Buenos Aires. Se veían pocos autos y los caballos eran caros, así que nosotros andábamos en tranvía, o en bicicleta. Y el trineo. Fue algo original. Cuando mis hermanos querían una cosa me pedían a mí que se la pidiera a papá, porque él me mimaba mucho. Yo les dije está bien, pero si me van a dejar que lo use. Por supuesto papá me lo compró, no me negaba nada. Así que cuando ellos se iban a la escuela yo andaba en trineo.
Mucho frío, hacía mucho frío en mi ciudad. Todavía lo tengo en la memoria. Y tengo a los gitanos que con la nieve acampaban en los terrenos y se decía que robaban caballos. Y de los judíos decían que el pan nuestro estaba amasado con la sangre de un niño cristiano. Es que de cada cosa decían algo y todos repetían. Del pueblo, puedo decirte eso. Y el frío, siempre el frío. Era un frío que nunca vi nada parecido. En el gueto, lo que más odiaba de los alemanes era que se habían llevado todas mis ropas, los vestidos, los abrigos, y ellos andaban por la nieve con las botas altas de cuero y con impermeables de peltre. Y pensar que yo hablaba tan bien su lengua, la lengua del invasor.
Había un alemán, ahora no me acuerdo cómo se llama.
Mi memoria es caprichosa, va, viene. Si me preguntan cómo conocí a Max hoy digo que no me acuerdo. Y Rosulna, nunca más vi Rosulna. La mañana que nos enteramos de que Rusia entró en guerra con Alemania nos preparábamos para ir de excursión a Rosulna en bicicleta. Más tarde, cuando ya se decía del trato de los alemanes a los judíos, Max quiso que nos escapáramos en bicicleta a Rusia, pero papá y mamá no hubieran podido, y nos quedamos.
También me acuerdo de Elo Segal, que era más joven que yo y ahora vive en Australia, y lo hice casar con una amiga que estaba con los partisanos. Porque nuestros hombres y nuestras mujeres se unían para defenderse. Helman, hombre claro. Misku, grande pero no viejo. Los Semel, una familia muy común. Zygo, muchacho solo, un adolescente que llegó del bosque, escapándose del invierno. De otros más todavía no me acuerdo.
Queridos nietos, tengo miedo de perder la memoria. Pero sé que nunca me olvidaré de Staszek. En realidad se llamaba Stanislaw Jackowski. El padre había sido muy católico. Vivía con su madrastra, tres hermanas y un hermano. La madrastra sabía que estábamos nosotros, se dio cuenta que Staszek no va a dejar morir a su mejor amigo. Las hermanas, algo sabían, algo no. Tuvimos esta suerte que nadie dijo nada. Staszek se presentó enseguida como un amigo verdadero. Después empezaron a llegar los demás. No los conocía, no estaba obligado a salvar más gente, pero ya que estaba en el baile, bailaba. Él decía: si me encuentran con un judío o con treinta, qué diferencia hay. Me pueden matar una vez, una vez nada más. Hubo muchos como él, hombres sencillos, campesinos, curas, policías, otros cristianos que salvaron judíos. Algunos se arruinaron la vida por esto. También Staszek tuvo problemas, y por suerte nosotros lo pudimos ayudar. Siempre se escribía con Max, hablábamos por teléfono, viajamos juntos. Ellos eran inseparables desde chicos, un judío, un católico, iban juntos a la escuela, a nadar, a la montaña. Y recorrían el campo en bicicleta, y también invitaban chicas al cine. Max festejaba Año Nuevo en casa de Staszek y Staszek para Rosh Hashaná venía a casa de la familia de Max.
Ahora Staszek murió.
Los otros están viviendo en Israel, en Estados Unidos, nadie en Europa. No quisiera saber nada más de Europa. Ya no escuché nada de Nunia, que se casó con un japonés. Mi hermano Alter está escribiendo un libro. Todos deberían escribir sus vidas, o los momentos especiales que hacen que cada persona sea única en el mundo. Y no sé si yo viví algo tan raro, no sé si toda la gente que sobrevivió tiene tanto para contar. Algunos dieron testimonio en juicios, Max Feuer, otros que no puedo acordarme. Estaba ese alemán. Fue en el juicio contra Krüger y los Mauer, dos oficiales que después se hicieron austríacos. Dos hermanos. Uno dijo que pueden buscar por todo el mundo, pueden buscar hasta en Israel, si quieren, que no van a encontrar un solo judío de Stanislawow que esté vivo para decir lo que dicen que hice. Pero entonces fueron apareciendo hasta sesenta que estaban vivos. Mataron a sesenta mil, pero quedamos sesenta.
Simón Herman era uno de los sesenta. A este Herman lo tenían trabajando como mecánico de autos y chofer de los nazis. Era usado como mano de obra. Todavía lo dejaban que viva para trabajar a favor de Alemania. En mayo del 44, cuando se escapaban de Stanislawow, lo llevan para que maneje el auto. Va con Krüger y dos alemanes más. Todos saben que cuando lleguen lo van a matar. Viajan de noche. Cuando falta poco para la frontera Herman hace que el auto salga del camino. Lo hace doblar para la derecha, abre la puerta, se tira y se mete corriendo en el bosque. Le disparan pero en la oscuridad no aciertan y se salva.
Después de algunos años, Herman se presentó de testigo en el juicio y contó todo, todos los crímenes que hicieron, quiénes eran, dice los lugares, cuánta gente mataron, estaba enterado de todo. Claro, fueron tres años de llevarlos y traerlos a todas partes, los conocía bien. Krüger ve esto y lo quiere desmentir. ¿Y usted de dónde sabe tanto? Quiere mostrar que inventa o que tenía algo con ellos, que es cómplice.
Entonces Herman le dijo: usted tenía un perro, un perro de policía muy querido, que lo quería más que a las personas. El perro murió y usted se puso muy triste. Yo fui uno de los que lo enterraron donde usted nos mandó. ¿Quiere pruebas? Enterramos a su perro en el jardín de su mansión, al costado de un cantero de hortensias que había entre la cancha de tenis y el vivero. Pero ahora no lo vayan a buscar, porque esa misma noche lo desenterramos y lo comimos entre todos.
No sé si yo hubiera podido hacer lo mismo. Yo no viví espantos. No me llevaron a los campos, no los conozco. Si me llevaban, si los conocía, no estaría aquí, en esta casa de Flores. Nunca entré a la Gestapo, que estaba en el mismo lugar de la KGB. Algo sabíamos que existen Auschwitz, Treblinka, Belzec, se hablaba de los trenes que pasaban, pero cosas concretas no escuchábamos. Muy lejos no debían estar, porque los vecinos del ferrocarril veían pasar los rápidos hacia el oeste y los trenes no llevaban carbón o ganado, y el olor de las personas que van a morir tampoco es el olor de los que van a visitar a sus parientes. Había rumores, pero la mayoría callaba. Estaban los que no querían hablar y los que no querían saber. Hoy es igual. Y yo me pregunto por qué se callan. ¿No pudieron entender lo que pasamos o todavía tienen miedo, miedo de que el nazismo aparezca otra vez? O es que por hablar del sufrimiento pasado creen que está volviendo, y vuelven a sentir como yo el frío, y el hambre con todo el cuerpo, los pisos duros a la noche, las ventanas sin abrir y sin cerrar, las paredes. Es difícil aceptar que algo sucedió y que fue terrible, y sin embargo se ha seguido en la vida como si no hubiera pasado nada, y los padres siguen teniendo hijos y los hijos creen o no creen la verdad de los padres. Yo hice lo mismo mucho tiempo. Pero ahora quiero hablar, quiero contarles, y no solamente de cuando se me quebró la vida, todo este conocimiento que me quedó. Quiero vivir hasta terminar de contar todo lo que me acuerdo, que no es todo lo que viví.
Este Krüger era terrible, terrible. Primero mató a todos los intelectuales, los médicos, los ingenieros judíos. Porque los alemanes sacaban la inteligencia. Él dirigió la primera gran matanza que hubo, el doce de octubre del 41, un día después de las fiestas. Nosotros estábamos en casa y vemos que hay un movimiento de gente extraño en la ciudad. Mamá, con Wanda y con Alter, se escondieron en la buhardilla. Papá y yo nos metimos en el pozo de la basura, un pozo de material con la tapa. Agachados veíamos por un agujero pasar los contingentes de judíos. A eso de las dos de la tarde empezamos a oír las ametralladoras. Venían del cementerio de Nadvornaya. Papá trataba de animarme. No son disparos, me decía. Duró hasta la seis, cuando este Krüger dijo basta. Después supimos: les habían hecho cavar las fosas, y los ponían en filas de veinte y les disparaban. Esa tarde en Stanislawow mataron doce mil judíos. Algunos quedaron y Krüger les dijo: pueden volver a sus casas, el führer les ha salvado la vida y trabajando para Alemania con sacrificio ya no les va a pasar nada malo.
Empezaron a pasar de vuelta del cementerio. Salimos del pozo. No podíamos creer lo que nos contaban. Al otro día, nos enteramos. A Max también lo llevaban en uno de estos pelotones. De a poco se fue corriendo para un costado de la fila y se escapó a los matorrales. Lo persiguieron pero era muy rápido. Así fue a casa de Staszek y se quedó allí.
Unos amigos nuestros, José y Ruth, llegaron a estar fusilados. Era uno de los últimos grupos. Empezaba a oscurecer. Escucharon los disparos. Él la agarró de la mano y la tiró a la fosa. Los dos cayeron sobre los cadáveres. Les cayó encima otra tanda más y después la acción terminó. Los alemanes subieron a los camiones y se fueron. Se hizo de noche. Helaba. José y Ruth esperaron muchas horas sin abrir los ojos, y no se movían, y cuando estuvieron seguros de que no quedaba ningún guardia, salieron y se escaparon al bosque. Mucha gente se salvó gracias a los bosques, escondidos, y comían hierbas, cazaban. Grupos de la resistencia, gente sola, algunos ayudados por campesinos, a veces por plata.
Ya lo ven. Había que escapar, y nosotros escapábamos, casi todos escapaban. Cuando mi hermano Alter estuvo preso al principio de la guerra, los soldados alemanes le decían: ustedes los judíos tienen la culpa de esta guerra. Un día, Alter se cansó y les contestó: sí, nosotros tenemos la culpa, los judíos y los ciclistas. ¿Por qué los ciclistas? ¿Y por qué los judíos? Era un chiste nuestro que contábamos siempre. Porque, si no nos conocían, ¿cómo podían odiarnos tanto? ¿Qué éramos nosotros para los nazis? ¿Qué sabían de nosotros? Las caricaturas en los diarios con el judío todo de negro y con barba. Y después los polacos, que pensaban que escondíamos tesoros por los rincones y aprovecharon la guerra. Y los rusos que me preguntaban dónde había estado todo ese tiempo, y les dije en el bosque, y me contestaron estuviste con los partisanos, luchaste contra nosotros.
¿Nos odiaban también como nos odiaban los nazis? ¿Alguien les había enseñado el terror contra los polacos y los judíos? Una vez los enfrenté, una vez sola. Querían saber quién era mi novio y si había estado en el ejército sirviendo y si era socialista o había vivido en Alemania. Todo querían saber los rusos, de la familia, de los amigos.
Pero lo más triste que vi en mi vida, judíos que traicionaban a su gente por un pancito, creyendo que los van a dejar sobrevivir.
Yo también odié, por esto que les digo, odié con todo el cuerpo y mi salud me contestó. Hasta los veintidós años no conocí el odio, después vi tantas mentiras. Aprendí a odiar los déspotas, a los que hacen mal diciendo que hacen bien, a los que piden a Dios y matan a los chicos. Aprendí a odiar a los inventores de la guerra, a los culpables y a los inocentes que castigan a otros inocentes sin saber bien por qué. El odio me enseñó sus lecciones. Hoy ya no es odio. Aprendí que ningún odio puede ser general, a un pueblo, una familia, un país, una religión entera. El tiempo del dolor pasó también. Yo creía que nadie elige la esclavitud o el servilismo. Pero los hechos me demostraron que nada sucede como una cree. Nosotros, ¿alguna vez nos habíamos visto obligados a defender la libertad? Stanislawow era una ciudad pequeña y en la escuela se hablaba de la historia de Polonia, del rey Casimiro, de Pilsudski y de Paderewski, se hablaba mucho de libertad. ¿Sabíamos qué quiere decir libertad?
Todos estos años estudiando el odio, estudiando el olvido.
Es el sótano, es la oscuridad del sótano que llega hasta los últimos rincones del alma, adonde nadie puede llegar, y tampoco mi propia inteligencia. Al principio me parecía que se terminó el mundo. El tiempo se acabó, pensaba. Para papá y mamá, para mí también. Yo estaba muy débil. No comíamos. Estuve enferma. La última mudanza adentro del gueto me habían llevado en un cochecito para bebés. Tenía veinte años y me deseaba la muerte. Todo el tiempo depresivos viendo la muerte por delante. Después, una se fue acostumbrando. Max me decía, no llores para toda la vida.
Levantar nos levantábamos. Estábamos obligados. Cuando afuera se hacía de noche, sonaban las campanas de Stanislawow y quedaban las calles vacías, únicamente la patrulla alemana y el guardián. El olor del humo de las chimeneas que llegaba de la calle me hacía pensar en las casas de la gente libre. No sé si eran libres. Algunos eran inocentes, otros no, pero todos tenían su casa, su familia y podían caminar por las calles de día y ver la luz. La luz era nuestra obsesión. Y que nos descubran.
Yo estaba siempre en la misma rueda. Dormir, despertarme, hacer la cama, lavarme, cocinar. No rezábamos, no hacíamos nada juntos. Nos decíamos alguna palabra, pero la lengua se callaba el verdadero pensamiento. Los días de esperanza pensábamos, con el tiempo cada uno volverá a su vida.
Era imposible volver.
Nadie nació, nadie murió en esos dieciocho meses.
Hubo algo más, una carta, no sé cómo llegó al sótano. En aquel momento ni me enteré. Creo que la trajo Staszek y mi hermano la guardó, no quiso que sufra, me protegía, yo era la más sensible. Recién ahora la conozco. Está escrita en idisch. Primero escribió la tía Choja:
“Me duele la cabeza, porque hace un ratito salimos del sótano. Te agradezco mucho por haber contestado la carta de mamá. Te saludo y un beso de corazón.”
Y abajo, con letra despareja, mas grande, es mi mamá:
“Yo los saludo. Mamá Rosa.”
Es todo lo que se lee.
Y cuando ya me había acostumbrado a la luz amarilla del sótano, vi el mundo delante, y pensé que no sabía nada de la vida. Era verano y la luz del mundo me hizo cerrar los ojos. Por suerte estaba Max al lado para darme fuerzas. Alguien nos esperará con los brazos abiertos y nos dirán que la noche ya pasó. No tenemos que temer. Así me decía. Yo tenía miedo, más miedo de mí misma que de los otros. En cambio el abuelo estaba seguro de que ya habíamos conocido la infelicidad y ahora íbamos a vivir más sabios, queriendo a las personas cercanas y las cosas sencillas. No sé si después fue así.
Nunca extrañé el sótano, pero sigo buscando algo parecido a mi ciudad. Es cierto que todos estos años sufrí decepciones, pero al final de mi vida, encontré la tolerancia. Y pienso que, más oscuro es el principio de algo, más claro es el final.
Después que Max murió, y me quedé sola en esta casa demasiado grande, empecé a pensar, especialmente de noche, que es cuando aparecen los nombres y las caras. Me acuerdo cuando se le ocurrió llevarme a pasear por las cloacas, y las lauchas nos miraban como bichos raros, y el reflejo de la luz que llevaba al caño maestro fue como si viera el sol. Pensar que viví tantas cosas con las lauchas y ahora tengo miedo de una ratita.
Ustedes no sabían que yo había vivido tanto. Es que nunca quise llevarlos a las cosas tremendas. Ahora sé que ya nunca más veré Stanislawow y las palabras se me escapan y siento que por fin puedo contar. No es algo que apareció de golpe esta noche. Lo tenía desde antes, pero necesité un tiempo para olvidar. Siempre soñé con esto. Después vinieron otras preocupaciones, me fui olvidando. Pero nunca me olvidé, no es cierto, nunca. Me distraje. Es que a veces la vida nos obliga. A mí me obligó a que me guste Buenos Aires, porque es donde nació mi hijo y donde nacieron ustedes, y donde los esperó todos los días a la hora del almuerzo, y Jorge entra y me parece ver a Max. Tiene la misma sonrisa. Es hábil como él, ingenioso. Y sé que no odia a nadie.
Ya les contaré también de Paris, de los viajes en barco, del tranvía en Río de Janeiro, con la gente subida en el techo, todos los pueblos y las ciudades que estuvimos, los oficios del abuelo Max, de los milagros que nos ayudaron a vivir. Y los Cárpatos, y la primera vez que tomé vino en mi vida, y si me acuerdo, los cuentos que nos contaban mis abuelos. Les contaré todo lo que quieran saber sobre el abuelo Max, y que Jorge no quería estudiar polaco y un día dijo que sí y nunca supe por qué. Las frambuesas riquísimas que teníamos, el krein, símbolo de la amargura, y la polenta, que se llamaba kolesha. El himno, algo que me quedó para toda la vida, “Polonia no perecerá mientras nosotros vivamos”. Si puedo, trataré de explicarles la diferencia entre los judíos polacos y los judíos alemanes, y les contaré también de mi primer noviecito, que era futbolista, y ustedes me contarán con quién están de novios.
Ahora estoy cansada, y no puedo seguir escribiendo. Un hilo de luz me llega desde la ventana, mancha la pared, es una palabra, un recuerdo nuevo. Mis manos ya conocen el temblor de la vejez y no me obedecen. Antes yo les ayudaba a cruzar la calle. Ahora necesito que ustedes me den la mano a mí. Quiero cruzar este desierto. Quiero acordarme de todo lo que pueda, como si lo estuviera viviendo hoy.
Un beso de la abuela Gizela.
Buenos Aires, verano del 2000.
Queridos nietos:
Esta mañana hubo en la casa una gran tormenta que duró poco. Tormenta de verano, dicen. En el fondo, algunas maderas estaban apenas sujetas por sogas y empezaron a caerse. Entonces escuché el ruido de un avión, lejos, y también se me apareció una rata.
La rata llegaba del abismo.
Nunca hasta ahora les hablé de ciertas cosas de la vida pasada. Cosas que pasaron antes de que naciera Jorge, que ya les debe parecer un viejo y para mí es como si todavía lo estuviera viendo de chico. A él ya le conté, él sabe. Pero ahora quiero contarle a ustedes.
Después que terminó la guerra, el abuelo Max y yo nos fuimos de Europa para siempre. No guardábamos nada. Íbamos, con la vida. Llegamos a Argentina desde el Paraguay sin visa. Cruzamos el río Pilcomayo en el bote de un contrabandista, de noche, tomamos el tren, ya estábamos acostumbrados a los viajes largos pero de repente veo esta ciudad y me quería morir. Aquí no existíamos. Entrábamos a casas de gente ajena. Todo era extraño.
Al principio no sabía el idioma, pero con el tiempo mi latín se volvió castellano, y así lo hablo.
Cuando fuimos a hacer los papeles dijeron que mi nombre, Gisela, aquí no existe, y no me lo pueden poner. Teníamos que pensar un nombre para mí como si fuera un recién nacido. Yo había pensado ya nombres para nuestra hija que nunca nació. Después de algunos años creí que lo había olvidado, pero no olvidé. Qué nombre, pensábamos con Max. Uno parecido. Era ridículo. Estaba enojada. Estos nombres inútiles, sin persona, estas personas sin nombre. Gisela, Eugenia, Gleis, Fischer, Miller, Saginur. Cada nombre que sobra es un error, un error de las leyes, ignorancia del mundo. Pero el abuelo tenía la palabra de calma para mí, y me tranquilizaba, y yo pensaba, lo único que necesito es quedarme cerca de él.
Yo era muy romántica. Mientras estemos juntos, pensaba, qué importa cómo me conozcan los demás. Max sabrá siempre quién soy.
Entonces me llamé Eugenia. Todavía no me acostumbro a este nombre, y después de cincuenta años, si me llaman así por la calle no me doy vuelta, porque es como si fuera otra persona.
Ya no éramos chicos, ya no éramos jóvenes, y el mundo no nos conocía. Estábamos a miles de kilómetros de nuestra ciudad. Muy lejos de aquella guerra, del gueto, del sótano donde vivimos encerrados. Era el sótano de la casa de Staszek, un amigo del abuelo que nos escondió hasta que la guerra termine. Estuvimos allí dieciocho meses. Al final éramos más de treinta personas. Porque nos mataban, y entonces nos refugiamos. Cuando salimos, muy poca gente volvió a verse. Cada uno se fue por su lado. Dos semanas después nació Akeda, el hijo de mi hermano Alter. Ni él ni Jorge llevan el nombre de los abuelos, como se acostumbra. Fue una idea nuestra para demostrar que no aceptamos la forma como ellos murieron.
Habíamos perdido la familia, la casa, íbamos de lugar en lugar.
En Cracovia encontramos de nuevo a Mundek. Él y Max se apreciaban mucho. Después del sótano Mundek abrió una clínica dental en una vieja fábrica de aceite. Yo era su asistente y Max el mecánico. Pero no aguantó, se fue con el Ejército Rojo y marchó al frente en un batallón de castigo. Buscaba que lo maten, como a su mujer y a su hija, pero no murió.
Desde que entró al sótano estuvimos cerca de Mundek. No por compasión, al principio no conocíamos qué le pasó. Allí todos teníamos el mismo dolor encima. Pero algo suyo me hacía pensar en mi papá. Algo familiar, que yo había perdido y volvía a encontrar ahí abajo gracias a él. Sucio, muerto de hambre, herido, venía a traerme algo precioso, un gesto rescatado de la muerte. Se sentaba muy derecho contra la pared y nos miraba, y eso nos ayudaba también.
Les voy a decir algo muy íntimo. Max y yo lo convencimos y Mundek, un día, llegó a Buenos Aires, donde ya tenía una hermana, pero se quedó viviendo siempre aquí, en esta casa, con nosotros, y para Jorge fue como el abuelo que hubiera tenido. Entonces se llamaba Marcos. Pero no lo hicimos venir como agradecimiento por haberme salvado la vida. Era al revés, yo creo que otro no me hubiera podido salvar. A veces, muchas veces, digo por qué me salvé. Creo que en ese momento, tan débil, con la fiebre y el dolor que sentía, mi cuerpo se dejó convencer y se dejó arrastrar por el hilo humano que tiraba Mundek y que me llevaba a vivir de vuelta como antes de la guerra, a vivir como vivía mi mamá.
También mi ciudad cambió de nombre y de país. Antes era parte de Austria y después de Polonia, y se llamaba Stanislawow. Ahora está en Ucrania y se llama Ivanofrankowski. Me acuerdo de la escuela, del campo, del molino de mi papá, que fue el primero que tuvo luz eléctrica. El basurero pasaba en carro una vez por semana. Colgábamos la ropa en la buhardilla. Terrazas no había, los techos no eran como los de Buenos Aires. Se veían pocos autos y los caballos eran caros, así que nosotros andábamos en tranvía, o en bicicleta. Y el trineo. Fue algo original. Cuando mis hermanos querían una cosa me pedían a mí que se la pidiera a papá, porque él me mimaba mucho. Yo les dije está bien, pero si me van a dejar que lo use. Por supuesto papá me lo compró, no me negaba nada. Así que cuando ellos se iban a la escuela yo andaba en trineo.
Mucho frío, hacía mucho frío en mi ciudad. Todavía lo tengo en la memoria. Y tengo a los gitanos que con la nieve acampaban en los terrenos y se decía que robaban caballos. Y de los judíos decían que el pan nuestro estaba amasado con la sangre de un niño cristiano. Es que de cada cosa decían algo y todos repetían. Del pueblo, puedo decirte eso. Y el frío, siempre el frío. Era un frío que nunca vi nada parecido. En el gueto, lo que más odiaba de los alemanes era que se habían llevado todas mis ropas, los vestidos, los abrigos, y ellos andaban por la nieve con las botas altas de cuero y con impermeables de peltre. Y pensar que yo hablaba tan bien su lengua, la lengua del invasor.
Había un alemán, ahora no me acuerdo cómo se llama.
Mi memoria es caprichosa, va, viene. Si me preguntan cómo conocí a Max hoy digo que no me acuerdo. Y Rosulna, nunca más vi Rosulna. La mañana que nos enteramos de que Rusia entró en guerra con Alemania nos preparábamos para ir de excursión a Rosulna en bicicleta. Más tarde, cuando ya se decía del trato de los alemanes a los judíos, Max quiso que nos escapáramos en bicicleta a Rusia, pero papá y mamá no hubieran podido, y nos quedamos.
También me acuerdo de Elo Segal, que era más joven que yo y ahora vive en Australia, y lo hice casar con una amiga que estaba con los partisanos. Porque nuestros hombres y nuestras mujeres se unían para defenderse. Helman, hombre claro. Misku, grande pero no viejo. Los Semel, una familia muy común. Zygo, muchacho solo, un adolescente que llegó del bosque, escapándose del invierno. De otros más todavía no me acuerdo.
Queridos nietos, tengo miedo de perder la memoria. Pero sé que nunca me olvidaré de Staszek. En realidad se llamaba Stanislaw Jackowski. El padre había sido muy católico. Vivía con su madrastra, tres hermanas y un hermano. La madrastra sabía que estábamos nosotros, se dio cuenta que Staszek no va a dejar morir a su mejor amigo. Las hermanas, algo sabían, algo no. Tuvimos esta suerte que nadie dijo nada. Staszek se presentó enseguida como un amigo verdadero. Después empezaron a llegar los demás. No los conocía, no estaba obligado a salvar más gente, pero ya que estaba en el baile, bailaba. Él decía: si me encuentran con un judío o con treinta, qué diferencia hay. Me pueden matar una vez, una vez nada más. Hubo muchos como él, hombres sencillos, campesinos, curas, policías, otros cristianos que salvaron judíos. Algunos se arruinaron la vida por esto. También Staszek tuvo problemas, y por suerte nosotros lo pudimos ayudar. Siempre se escribía con Max, hablábamos por teléfono, viajamos juntos. Ellos eran inseparables desde chicos, un judío, un católico, iban juntos a la escuela, a nadar, a la montaña. Y recorrían el campo en bicicleta, y también invitaban chicas al cine. Max festejaba Año Nuevo en casa de Staszek y Staszek para Rosh Hashaná venía a casa de la familia de Max.
Ahora Staszek murió.
Los otros están viviendo en Israel, en Estados Unidos, nadie en Europa. No quisiera saber nada más de Europa. Ya no escuché nada de Nunia, que se casó con un japonés. Mi hermano Alter está escribiendo un libro. Todos deberían escribir sus vidas, o los momentos especiales que hacen que cada persona sea única en el mundo. Y no sé si yo viví algo tan raro, no sé si toda la gente que sobrevivió tiene tanto para contar. Algunos dieron testimonio en juicios, Max Feuer, otros que no puedo acordarme. Estaba ese alemán. Fue en el juicio contra Krüger y los Mauer, dos oficiales que después se hicieron austríacos. Dos hermanos. Uno dijo que pueden buscar por todo el mundo, pueden buscar hasta en Israel, si quieren, que no van a encontrar un solo judío de Stanislawow que esté vivo para decir lo que dicen que hice. Pero entonces fueron apareciendo hasta sesenta que estaban vivos. Mataron a sesenta mil, pero quedamos sesenta.
Simón Herman era uno de los sesenta. A este Herman lo tenían trabajando como mecánico de autos y chofer de los nazis. Era usado como mano de obra. Todavía lo dejaban que viva para trabajar a favor de Alemania. En mayo del 44, cuando se escapaban de Stanislawow, lo llevan para que maneje el auto. Va con Krüger y dos alemanes más. Todos saben que cuando lleguen lo van a matar. Viajan de noche. Cuando falta poco para la frontera Herman hace que el auto salga del camino. Lo hace doblar para la derecha, abre la puerta, se tira y se mete corriendo en el bosque. Le disparan pero en la oscuridad no aciertan y se salva.
Después de algunos años, Herman se presentó de testigo en el juicio y contó todo, todos los crímenes que hicieron, quiénes eran, dice los lugares, cuánta gente mataron, estaba enterado de todo. Claro, fueron tres años de llevarlos y traerlos a todas partes, los conocía bien. Krüger ve esto y lo quiere desmentir. ¿Y usted de dónde sabe tanto? Quiere mostrar que inventa o que tenía algo con ellos, que es cómplice.
Entonces Herman le dijo: usted tenía un perro, un perro de policía muy querido, que lo quería más que a las personas. El perro murió y usted se puso muy triste. Yo fui uno de los que lo enterraron donde usted nos mandó. ¿Quiere pruebas? Enterramos a su perro en el jardín de su mansión, al costado de un cantero de hortensias que había entre la cancha de tenis y el vivero. Pero ahora no lo vayan a buscar, porque esa misma noche lo desenterramos y lo comimos entre todos.
No sé si yo hubiera podido hacer lo mismo. Yo no viví espantos. No me llevaron a los campos, no los conozco. Si me llevaban, si los conocía, no estaría aquí, en esta casa de Flores. Nunca entré a la Gestapo, que estaba en el mismo lugar de la KGB. Algo sabíamos que existen Auschwitz, Treblinka, Belzec, se hablaba de los trenes que pasaban, pero cosas concretas no escuchábamos. Muy lejos no debían estar, porque los vecinos del ferrocarril veían pasar los rápidos hacia el oeste y los trenes no llevaban carbón o ganado, y el olor de las personas que van a morir tampoco es el olor de los que van a visitar a sus parientes. Había rumores, pero la mayoría callaba. Estaban los que no querían hablar y los que no querían saber. Hoy es igual. Y yo me pregunto por qué se callan. ¿No pudieron entender lo que pasamos o todavía tienen miedo, miedo de que el nazismo aparezca otra vez? O es que por hablar del sufrimiento pasado creen que está volviendo, y vuelven a sentir como yo el frío, y el hambre con todo el cuerpo, los pisos duros a la noche, las ventanas sin abrir y sin cerrar, las paredes. Es difícil aceptar que algo sucedió y que fue terrible, y sin embargo se ha seguido en la vida como si no hubiera pasado nada, y los padres siguen teniendo hijos y los hijos creen o no creen la verdad de los padres. Yo hice lo mismo mucho tiempo. Pero ahora quiero hablar, quiero contarles, y no solamente de cuando se me quebró la vida, todo este conocimiento que me quedó. Quiero vivir hasta terminar de contar todo lo que me acuerdo, que no es todo lo que viví.
Este Krüger era terrible, terrible. Primero mató a todos los intelectuales, los médicos, los ingenieros judíos. Porque los alemanes sacaban la inteligencia. Él dirigió la primera gran matanza que hubo, el doce de octubre del 41, un día después de las fiestas. Nosotros estábamos en casa y vemos que hay un movimiento de gente extraño en la ciudad. Mamá, con Wanda y con Alter, se escondieron en la buhardilla. Papá y yo nos metimos en el pozo de la basura, un pozo de material con la tapa. Agachados veíamos por un agujero pasar los contingentes de judíos. A eso de las dos de la tarde empezamos a oír las ametralladoras. Venían del cementerio de Nadvornaya. Papá trataba de animarme. No son disparos, me decía. Duró hasta la seis, cuando este Krüger dijo basta. Después supimos: les habían hecho cavar las fosas, y los ponían en filas de veinte y les disparaban. Esa tarde en Stanislawow mataron doce mil judíos. Algunos quedaron y Krüger les dijo: pueden volver a sus casas, el führer les ha salvado la vida y trabajando para Alemania con sacrificio ya no les va a pasar nada malo.
Empezaron a pasar de vuelta del cementerio. Salimos del pozo. No podíamos creer lo que nos contaban. Al otro día, nos enteramos. A Max también lo llevaban en uno de estos pelotones. De a poco se fue corriendo para un costado de la fila y se escapó a los matorrales. Lo persiguieron pero era muy rápido. Así fue a casa de Staszek y se quedó allí.
Unos amigos nuestros, José y Ruth, llegaron a estar fusilados. Era uno de los últimos grupos. Empezaba a oscurecer. Escucharon los disparos. Él la agarró de la mano y la tiró a la fosa. Los dos cayeron sobre los cadáveres. Les cayó encima otra tanda más y después la acción terminó. Los alemanes subieron a los camiones y se fueron. Se hizo de noche. Helaba. José y Ruth esperaron muchas horas sin abrir los ojos, y no se movían, y cuando estuvieron seguros de que no quedaba ningún guardia, salieron y se escaparon al bosque. Mucha gente se salvó gracias a los bosques, escondidos, y comían hierbas, cazaban. Grupos de la resistencia, gente sola, algunos ayudados por campesinos, a veces por plata.
Ya lo ven. Había que escapar, y nosotros escapábamos, casi todos escapaban. Cuando mi hermano Alter estuvo preso al principio de la guerra, los soldados alemanes le decían: ustedes los judíos tienen la culpa de esta guerra. Un día, Alter se cansó y les contestó: sí, nosotros tenemos la culpa, los judíos y los ciclistas. ¿Por qué los ciclistas? ¿Y por qué los judíos? Era un chiste nuestro que contábamos siempre. Porque, si no nos conocían, ¿cómo podían odiarnos tanto? ¿Qué éramos nosotros para los nazis? ¿Qué sabían de nosotros? Las caricaturas en los diarios con el judío todo de negro y con barba. Y después los polacos, que pensaban que escondíamos tesoros por los rincones y aprovecharon la guerra. Y los rusos que me preguntaban dónde había estado todo ese tiempo, y les dije en el bosque, y me contestaron estuviste con los partisanos, luchaste contra nosotros.
¿Nos odiaban también como nos odiaban los nazis? ¿Alguien les había enseñado el terror contra los polacos y los judíos? Una vez los enfrenté, una vez sola. Querían saber quién era mi novio y si había estado en el ejército sirviendo y si era socialista o había vivido en Alemania. Todo querían saber los rusos, de la familia, de los amigos.
Pero lo más triste que vi en mi vida, judíos que traicionaban a su gente por un pancito, creyendo que los van a dejar sobrevivir.
Yo también odié, por esto que les digo, odié con todo el cuerpo y mi salud me contestó. Hasta los veintidós años no conocí el odio, después vi tantas mentiras. Aprendí a odiar los déspotas, a los que hacen mal diciendo que hacen bien, a los que piden a Dios y matan a los chicos. Aprendí a odiar a los inventores de la guerra, a los culpables y a los inocentes que castigan a otros inocentes sin saber bien por qué. El odio me enseñó sus lecciones. Hoy ya no es odio. Aprendí que ningún odio puede ser general, a un pueblo, una familia, un país, una religión entera. El tiempo del dolor pasó también. Yo creía que nadie elige la esclavitud o el servilismo. Pero los hechos me demostraron que nada sucede como una cree. Nosotros, ¿alguna vez nos habíamos visto obligados a defender la libertad? Stanislawow era una ciudad pequeña y en la escuela se hablaba de la historia de Polonia, del rey Casimiro, de Pilsudski y de Paderewski, se hablaba mucho de libertad. ¿Sabíamos qué quiere decir libertad?
Todos estos años estudiando el odio, estudiando el olvido.
Es el sótano, es la oscuridad del sótano que llega hasta los últimos rincones del alma, adonde nadie puede llegar, y tampoco mi propia inteligencia. Al principio me parecía que se terminó el mundo. El tiempo se acabó, pensaba. Para papá y mamá, para mí también. Yo estaba muy débil. No comíamos. Estuve enferma. La última mudanza adentro del gueto me habían llevado en un cochecito para bebés. Tenía veinte años y me deseaba la muerte. Todo el tiempo depresivos viendo la muerte por delante. Después, una se fue acostumbrando. Max me decía, no llores para toda la vida.
Levantar nos levantábamos. Estábamos obligados. Cuando afuera se hacía de noche, sonaban las campanas de Stanislawow y quedaban las calles vacías, únicamente la patrulla alemana y el guardián. El olor del humo de las chimeneas que llegaba de la calle me hacía pensar en las casas de la gente libre. No sé si eran libres. Algunos eran inocentes, otros no, pero todos tenían su casa, su familia y podían caminar por las calles de día y ver la luz. La luz era nuestra obsesión. Y que nos descubran.
Yo estaba siempre en la misma rueda. Dormir, despertarme, hacer la cama, lavarme, cocinar. No rezábamos, no hacíamos nada juntos. Nos decíamos alguna palabra, pero la lengua se callaba el verdadero pensamiento. Los días de esperanza pensábamos, con el tiempo cada uno volverá a su vida.
Era imposible volver.
Nadie nació, nadie murió en esos dieciocho meses.
Hubo algo más, una carta, no sé cómo llegó al sótano. En aquel momento ni me enteré. Creo que la trajo Staszek y mi hermano la guardó, no quiso que sufra, me protegía, yo era la más sensible. Recién ahora la conozco. Está escrita en idisch. Primero escribió la tía Choja:
“Me duele la cabeza, porque hace un ratito salimos del sótano. Te agradezco mucho por haber contestado la carta de mamá. Te saludo y un beso de corazón.”
Y abajo, con letra despareja, mas grande, es mi mamá:
“Yo los saludo. Mamá Rosa.”
Es todo lo que se lee.
Y cuando ya me había acostumbrado a la luz amarilla del sótano, vi el mundo delante, y pensé que no sabía nada de la vida. Era verano y la luz del mundo me hizo cerrar los ojos. Por suerte estaba Max al lado para darme fuerzas. Alguien nos esperará con los brazos abiertos y nos dirán que la noche ya pasó. No tenemos que temer. Así me decía. Yo tenía miedo, más miedo de mí misma que de los otros. En cambio el abuelo estaba seguro de que ya habíamos conocido la infelicidad y ahora íbamos a vivir más sabios, queriendo a las personas cercanas y las cosas sencillas. No sé si después fue así.
Nunca extrañé el sótano, pero sigo buscando algo parecido a mi ciudad. Es cierto que todos estos años sufrí decepciones, pero al final de mi vida, encontré la tolerancia. Y pienso que, más oscuro es el principio de algo, más claro es el final.
Después que Max murió, y me quedé sola en esta casa demasiado grande, empecé a pensar, especialmente de noche, que es cuando aparecen los nombres y las caras. Me acuerdo cuando se le ocurrió llevarme a pasear por las cloacas, y las lauchas nos miraban como bichos raros, y el reflejo de la luz que llevaba al caño maestro fue como si viera el sol. Pensar que viví tantas cosas con las lauchas y ahora tengo miedo de una ratita.
Ustedes no sabían que yo había vivido tanto. Es que nunca quise llevarlos a las cosas tremendas. Ahora sé que ya nunca más veré Stanislawow y las palabras se me escapan y siento que por fin puedo contar. No es algo que apareció de golpe esta noche. Lo tenía desde antes, pero necesité un tiempo para olvidar. Siempre soñé con esto. Después vinieron otras preocupaciones, me fui olvidando. Pero nunca me olvidé, no es cierto, nunca. Me distraje. Es que a veces la vida nos obliga. A mí me obligó a que me guste Buenos Aires, porque es donde nació mi hijo y donde nacieron ustedes, y donde los esperó todos los días a la hora del almuerzo, y Jorge entra y me parece ver a Max. Tiene la misma sonrisa. Es hábil como él, ingenioso. Y sé que no odia a nadie.
Ya les contaré también de Paris, de los viajes en barco, del tranvía en Río de Janeiro, con la gente subida en el techo, todos los pueblos y las ciudades que estuvimos, los oficios del abuelo Max, de los milagros que nos ayudaron a vivir. Y los Cárpatos, y la primera vez que tomé vino en mi vida, y si me acuerdo, los cuentos que nos contaban mis abuelos. Les contaré todo lo que quieran saber sobre el abuelo Max, y que Jorge no quería estudiar polaco y un día dijo que sí y nunca supe por qué. Las frambuesas riquísimas que teníamos, el krein, símbolo de la amargura, y la polenta, que se llamaba kolesha. El himno, algo que me quedó para toda la vida, “Polonia no perecerá mientras nosotros vivamos”. Si puedo, trataré de explicarles la diferencia entre los judíos polacos y los judíos alemanes, y les contaré también de mi primer noviecito, que era futbolista, y ustedes me contarán con quién están de novios.
Ahora estoy cansada, y no puedo seguir escribiendo. Un hilo de luz me llega desde la ventana, mancha la pared, es una palabra, un recuerdo nuevo. Mis manos ya conocen el temblor de la vejez y no me obedecen. Antes yo les ayudaba a cruzar la calle. Ahora necesito que ustedes me den la mano a mí. Quiero cruzar este desierto. Quiero acordarme de todo lo que pueda, como si lo estuviera viviendo hoy.
Un beso de la abuela Gizela.
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